El verano de las mariposas by Guadalupe García McCall

El verano de las mariposas by Guadalupe García McCall

autor:Guadalupe García McCall
La lengua: spa
Format: epub
editor: Lee & Low Books
publicado: 2018-01-10T18:45:14+00:00


11

El alacrán: "A los que pica el alacrán, el cuartazo dan”.

Mientras Teresita nos explicaba cómo llegar a Hacienda Dorada, su marido nos bosquejó un mapa del terreno en un trozo de lino viejo, señalando un atajo que nos iba explicando mientras dibujaba.

—Estoy encerrando con círculos las áreas que sé que son oscuras. Tienen que evitar esos lugares malos. Este cuadrado es un antiguo granero abandonado. Pueden descansar allí, ocultarse del sol, si les hiciera falta. Van a tener que caminar unos cinco o seis kilómetros subiendo y bajando esas colinas hoy, pero pueden llegar esta noche si se alejan de esos monstruos.

Nos dieron una bolsa llena de provisiones: una docena de huevos duros, un trozo de queso de cabra todavía en su envoltura de tela fina, un montón de tortillas de harina y agua. Lo más importante, Teresita nos regaló un hilo corto de seda plateada.

Mientras nos alejábamos a buen paso, la pareja de viejitos nos saludó desde la puerta y observó ansiosamente mientras tomábamos el camino desgastado colina abajo. Atravesamos varias millas por el camino de terracería en el calor de la mañana, descansando a menudo y bebiendo de los tres enormes guajes llenos de agua de pozo que el marido de Teresita nos había dado. Velia, Delia y Juanita discutieron con frecuencia, especialmente sobre la cantidad de agua que una persona debe beber. A veces, se ponían tan crueles las unas con las otras que me veía obligada a amenazar con agarrarlas a chanclazos si volvían a decirse una palabra negativa más.

Antes del mediodía, las tenía caminando en pares, separados unos diez pies el uno del otro. Pita no hacía más que quejarse, incluso cuando nos sentábamos a la sombra, así que la emparejé con Juanita, ya que no parecía poder llevarse bien con nadie más.

Ya entrada la tarde, nos dimos cuenta de que necesitábamos salir del sol por un buen rato, así que empezamos a hablar de encontrar un lugar sombreado para descansar. Fue mientras buscábamos un rinconcito seguro en donde detenernos que lo vimos: un burro cojo, atado a una carreta vieja y destartalada, que se encaminaba hacia nosotras.

—¡Ígor! —gritó Pita y comenzó a caminar hacia la carreta.

—¡Ese no es Ígor! —dijo Juanita, agarrando a Pita por la manga para retenerla.

—Bueno, no digo que realmente sea el amigo triste de Winnie Pooh —explicó Pita—. Solo que es un burro igualito a él. Mira, hasta trae listón en la cola.

—Eso no es un listón —corrigió Juanita—. Es un trapo sucio.

Pita se le zafó a Juanita y corrió hasta el burro, que se había detenido completamente ante nosotras.

—Lo que sea. No me importa lo que pienses.

El burro agachó la cabeza; lucía patético. Cuando me acerqué a la carreta e inspeccioné al pobre animal, tuve que admitir que sí se parecía un poco a Ígor. Tenía grandes ojos tristes y las comisuras de los labios le colgaban como si estuviera algo deprimido.

—No lo toques —le dije, quitando las manos de Pita cuando quiso acariciar a la bestia.

—Dice que está cansado.



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